Es como si Letty Stegall estuviese allí, en su casa de Estados Unidos, junto a su hija, alentándola para que complete sus tareas escolares. Cuando su esposo va a la tienda de comestibles, ella arma la lista de cosas a comprar con él. En el bar donde trabajaba, sigue dándole una calurosa bienvenida a los clientes y durante la cena en su casa, ve lo que cocinó su familia.      

El rostro de Stegall, sin embargo, aparece solo en una pantalla y sus palabras llegan a través de conexiones telefónicas inestables y de una andanada de mensajes de texto.

Su familia está a 2.575 kilómetros (1.600 millas) de distancia. Una mujer que se casó con un estadounidense, dio a luz un hijo estadounidense y se siente estadounidense fue deportada a su México natal.      

"Quisiera estar allí. Es lo único que deseo", comenta acerca de su vida en Kansas City, Missouri. "Quiero estar de nuevo con mi familia".      

A medida que Estados Unidos endurece sus políticas hacia la inmigración ilegal, miles de personas que se sentían como en su casa en suelo estadounidense se han tenido que ir.

A menudo dejan atrás esposos e hijos estadounidenses y deben encontrar la forma de salir adelante con familias desgarradas.

Estudios indican que entre 8 y 9 millones de estadounidenses, la mayoría de ellos menores, viven con al menos un pariente que no está en el país legalmente, lo que hace que cada paso que se da para deportar a un inmigrante probablemente afecta a un ciudadano estadounidense o un inmigrante con status legal.      

La deportación de Stegall implica que probablemente no pueda regresar a Estados Unidos por una década. Ella reza para que el papeleo para regularizar su situación a partir de su matrimonio con un estadounidense dure no más de dos años, pero no tiene garantías.      

Por ahora, es una extraña en una tierra vagamente familiar, de la que se fue a los 21 años, en 1999. Su teléfono y su computadora son su único vínculo con una vida que ya no es suya.

Cuando su hija de 17 años Jennifer Tadeo Uscanga llega a la casa de la escuela, Stegall está allí, recibiéndola a través de FaceTime. Observa imágenes transmitidas por 16 cámaras en el bar que sigue manejando desde la distancia. Le envía a Steve Stegall, su esposo desde hace seis años, un beso al acostarse, apoyando sus labios en la pantalla del celular.      

El mundo análogo en cuatro dimensiones que tanto disfrutaba fue aplanado y digitalizado. Está consciente de lo extraño que parece todo, pero se pregunta si tiene alguna otra alternativa.

¿Debe sacar a Jennifer del único mundo que conoce, donde sus sueños de ir a la universidad y tener una carrera parecen tan posibles? ¿Debería pedirle a Steve, nacido y criado en Kansas City, que deje el negocio y su casa para irse a vivir a una tierra cuyo idioma no habla y cuya seguridad podría verse comprometida por los carteles de las drogas?      

"Lo perdí todo", comenta. "Estoy sola".

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Stegal se crió a dos horas de aquí, en Cosamaloapán, una región plana, agrícola, de Veracruz, estado de la costa oriental de México. Sus padres tenían una mueblería que les permitía vivir bien, pero las historias de una prima que se radicó en Overland Park, Kansas, convencieron a Stegall de que tendría más oportunidades en Estados Unidos. Fue así que le pagó a un coyote 3.000 dólares para cruzar el río Bravo.      

 

Fue pillada y devuelta a México, pero al día siguiente logró cruzar la frontera. Llegó a la zona de Kansas City y consiguió trabajo como ayudante de mozo. Se especializo en ese campo y fue progresando: mesera, bartender y finalmente administradora de restaurantes.      

Se casó y dio a luz a Jennifer, pero el matrimonio no funcionó y se divorció. Luego se enamoró de Steve, para quien Jennifer es como su propia hija. Stegall habla bien inglés y tiene un buen salario. Junto con Steve compraron una casa y ella llegó a ser el alma de The Blue Line, un bar que administra con su marido. Durante los Juegos Olímpicos, se envolvió en una bandera roja, blanca y azul, y cuando se tocaba el himno estadounidense, se le erizaba la piel y le pedía a su esposo que se sacase el sombrero en un acto solemne.      

Sus padres, mientras tanto, le contaban historias de secuestros y decapitaciones en Cosamaloapán. De la forma en que un cartel se apoderó de la ciudad y su familia tuvo que dejar su casa y su negocio, y radicarse en Boca del Río. Agradeció a Dios de que pudieron escapar. Pensó que ella jamás volvería.
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En Kansas City, el temor a ser pillada sin papeles se fue disipando con los años. La retórica de Donald Trump en la campaña presidencial la preocupó un poco, pero el futuro presidente hablaba más que nada de perseguir a violadores, asesinos y pandilleros, no a gente como ella. Además, tenía una tarjeta del Seguro Social, que consiguió después de casarse, un permiso de trabajo y una licencia de conducir.      

Estaba saliendo de su casa rumbo al gimnasio la mañana del 26 de febrero, cuando tres autos la bloquearon. Salieron unos agentes, abrieron la puerta de su vehículo y le dijeron que estaba detenida. Ella les pidió que revisasen sus papeles y pensó que se trataba de un error.      

"Estoy casada con un ciudadano estadounidense", les informó. "Tengo una hija que es ciudadana".     

Seis años atrás, la policía la había detenidos a pocas cuadras de su casa y la había acusado de manejar en estado de ebriedad. Ese arresto hizo que las autoridades se diesen cuenta de que estaba en el país ilegalmente. Pasó un mes en la cárcel y su caso fue a parar a los tribunales de inmigración.      

Llora al recordar ese incidente, consciente de que no se encontraría en su situación actual de no haberse puesto al volante ese día. Dice que está pagando el precio de ese error y está convencida de que su deportación fue injusta.     

Se pregunta por qué el gobierno la emprende contra gente como ella, que cometieron infracciones menores, y no en los "bad hombres" que condenó Trump. ¿Su hija y su esposo no se merecen mantener la familia intacta? ¿No cuentan para nada los años en que pagó impuestos, aprendió inglés e hizo una vida prístina?     

"No expulsaron a las personas peligrosas", se queja Stegall, quien tiene 41 años. "Los asesinos siguen allí. Los bandidos siguen allí. Los violadores siguen allí".
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"No está muerta", dijo Jennifer al hablar de su mare. "Pero no está aquí".

El esposo de Stegall se siente deprimido y le ha dado por aferrarse a un osito de peluche rosado cuando no está tratando de sacar adelante su negocio. Sus suegros demoraron su jubilación porque hacen falta en el bar para reemplazar a una mujer que consideran su hija.      

Una adolescente que considera a su madre su mejor amiga se ha quedado sin su confidente.     

El día del cumpleaños de Jennifer, poco después de la deportación de su madre, la muchacha comió su plato preferido, fetuccini Alfredo, en un local de Olive Garden y como regalo el perfume de Versace que tanto quería. Su madre le cantó el Feliz Cumpleaños por FaceTime, pero eso no bastó para aplacar su tristeza.      

Se acercaba su graduación y quería tener a su madre a su lado para que la ayudase a comprar su vestido para la fiesta. A último minuto necesitaba que le hiciesen un dobladillo, y no estaba ella para salir al rescate.     

Todos los momentos importantes en la vida de Jennifer --su último año en la secundaria, las Navidades, la graduación, la universidad-- se verán empañados en parte porque la persona que más quiere no estará allí para compartirlos.     

"Dios mío", escribió Jennifer al juez de inmigración que lleva el caso de su madre, "mi propio país es el que me ha causado tanto dolor".

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El paso del tiempo cambia muchas cosas. Letty Stegall recuerda la primera época en Kansas City, cuando el frío parecía insoportable, los números en los termómetros y los precios algo totalmente ajeno, la comida feísima. Le costaba comunicarse y a cada rato le salían con que "Estás en Estados Unidos. Habla inglés".     

Ahora extraña los cambios de estación y lo que no termina de dominar son los grados en Celsius y los pesos. Añora la versión estadounidense de los platos mexicanos y esas almas estadounidenses de las cuales quiere verse rodeada. A veces le cuesta encontrar una palabra en español o termina diciendo algo en spanglish.     

"Tía, estás en México", le recuerda un sobrino.     

Vuelve a la casa de Boca del Río, que comparte con otras ocho personas, después de dar unas vueltas por la tarde. Al anochecer, se ilumina la pantalla de su computadora. Y aparecen imágenes del bar, de sus amigos; pregunta por qué todavía no se sirvió a un cliente, nota cuando se enciende una luz que revela que hay una llamada y nadie atiende.    

"Quisiera estar adentro de la computadora", afirma.     

Ver lo que fue su vida en la pantalla la distrae y le devuelve una parte de lo que se le sacó. Siente que nunca se fue y eso la ayuda a pasar el tiempo.     

"Una hora es un mes, un mes es un año", señala.     

Se acerca la medianoche y ella está acurrucada en su cama en la pequeña habitación que le arrebató a su sobrino, con paredes de cemento y un gran espejo con fotos familiares. Está recostada, luciendo una camiseta negra de Coors Light y pantalones de pijama con diseño de leopardo, cuando aparece la imagen de su hija en FaceTime.     

Hablan de la cena y se cuentan chismes sobre la boda de una conocida. La comunicación concluye como siempre, con una serie de oraciones y de "te quiero".     

Ella y Steve se envían mensajes de texto comentando lo que pueden ver juntos en Netflix, aunque con frecuencia deciden que están demasiado cansados para hacerlo. Hablan de las banalidades cotidianas, bromean diciendo que van a bajar de peso y él le cuenta acerca de su visita a un psiquiatra. Finalmente los dos posan sus labios en la pantalla y se despiden con un beso.     

Ella le da una última mirada a las cámaras del bar, donde la gente ya empieza a irse. Cierra la pantalla y se duerma.     

Sueña que está en su casa de Kansas City, con sus techos altos y la nevera de acero inoxidable cubierta de imanes. Sus perros, Blue y Bella, acaban de regresar del sitio donde los dejan durante el día. Blue tiene una molestia en una pata. Jennifer se irrita, porque le dijo a su madre que no los dejase allí. Su esposo discute con ella acerca de algo de lo que no se acordará al día siguiente.     

Cuando despierta y recuerda el sueño, se siente feliz. Fue un buen sueño. Por un momento estuve de vuelta en su casa.